sábado, 25 de octubre de 2008

La noche más larga...




La Noche de los Bastones Largos.


El golpe de Estado de Juan Carlos Onganía si bien fue recibido con indiferencia por la mayoría de la sociedad, las universidades conformaron el punto neurálgico a modo de oposición y de manera pública, en contra del mencionado derrocamiento al entonces presidente Arturo Illia. El 29 de julio de 1966 se había decretado la ley 16.912 que eliminaba la autonomía universitaria y obligaba a rectores y decanos de las ocho universidades nacionales a asumir como interventores dependientes del Ministerio del Interior, de todas formas sólo tres de ellos aceptaron estas condiciones, el resto renunció.
Sin embargo, para poder comprender mejor lo que significó la llamada “Noche de los Bastones Largos” y las repercusiones que tuvo, es necesario explicar brevemente las transformaciones que se dieron años antes.
En tiempos del peronismo, el alto poder adquisitivo de los salarios permitió generar las condiciones para el acceso popular a la Universidad. Tras la supresión de los aranceles fue posible que los hijos de obreros pudieran acudir masivamente, considerando que hasta entonces no habían tenido más acceso que al aprendizaje de oficios sin ningún tipo de especialización. Fueron tiempos de grandes beneficios para el estudiantado y en los cuales el presupuesto universitario tuvo un incremento notable. Así también fue con el gobierno de Perón, cuando gran parte de los postulados de la Reforma del 18 (tales como la extensión universitaria, la agremiación estudiantil, becas, residencias universitarias, cooperativas, comedores, asistencia médica gratuita, equivalencia de títulos para estudiantes latinoamericanos, etc.) fueron conquistados. Vale mencionar también aquellos errores que marcaron el desacierto para con el movimiento estudiantil, como la reducción de su representación o medidas tal como la ley promulgada en 1947, que permitió la intervención de las Casas de Altos Estudios, que permitieron que en su mayoría quedasen en manos de los sectores clericales.
La Revolución Libertadora en 1955, con el objetivo de “desperonizar” las universidades, declaró la vuelta de la autonomía universitaria a manos de los sectores de la clase media, lo que permitió que algunos sectores de las universidades públicas construyeran una identidad que se pensó a sí misma como solidaria de las mayorías. Cierto vigor y una incipiente excelencia académica se combinaron con un compromiso político entendido como concreción de la “función social” de la universidad y oposición a intereses hegemónicos externos.

Con los gobiernos que se sucedieron hasta el ’66, Frondizi e Illia, habían propiciado un panorama de mayor apertura para las universidades públicas del país. En el ámbito académico se había instalado el concepto “desarrollista” como equivalente de política industrialista, con independencia científica y tecnológica. Desde las ciencias sociales, la producción de conocimiento era reconocida como actividad de diagnóstico y transformación de la realidad de un país periférico. En este período la universidad era reconocida como factor indispensable para el desarrollo económico y social como país. El debate político dentro de las mismas se ampliaba a la par de acontecimientos mundiales, entre ellos la Revolución Cubana y la Guerra Fría que enfrentaba a Estados Unidos con la Unión Soviética. La juventud comenzaba a politizarse y a sensibilizarse con los movimientos de liberación de los países del Tercer Mundo, tanto de Latinoamérica como los del resto de los continentes.
Sin embargo, con la irrupción de Onganía al gobierno, la noche del 29 de julio del ’66, la Guardia de Infantería invadió violentamente las facultades de Filosofía y Letras, así como también las de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires, con la orden de eliminar las “causas de la acción subversiva”. Entraron a los bastonazos, disparando gases y gritando consigas antisemitas y anticomunistas (“ Sáquenlos a tiros si es necesario ¡Hay que limpiar esta cueva de marxistas!” pregonaba Mario Fonseca, jefe de la Policía Federal, obedeciendo el mandato del Gral. Onganía. Profesores y estudiantes tuvieron que abandonar los edificios de manera obligada, muchos de los cuales terminaron detenidos. En las horas posteriores a la intervención universitaria dos mil docentes renunciaron (casi todos de dedicación exclusiva) y se exiliaron alrededor de trescientos científicos. Consecuencias directas de esta violenta intervención que dejó a la Universidad diezmada, se vio claramente en cuanto a los contenidos de las materias, que descendieron notablemente de nivel. Se dio la aplicación del modelo limitacionista: los exámenes de ingresos pasaron a ser obligatorios, se aranceló parte de la Universidad, se cerraron los comedores universitarios, se disolvieron las federaciones
estudiantiles regionales y la nacional (FUA), vedaron la actividad de los centros de estudiantes, se redujo la cantidad de asignaciones exclusivas, y la policía pasó a ser miembro habitual de la comunidad académica.

Si bien el limitacionismo, la represión y el autoritarismo que la dictadura implantó dentro de la universidad determinaron todo un quiebre, no significó una despolitización de la misma, sino que permitió que se forjara con mayor fuerza un espacio de resistencia popular, que se expresó por medio de distintos enfoques, tales como la vinculación de estudiantes de la izquierda nacional, socialcristianas y peronistas, con la CGT de los Argentinos. Esto también fue acorde a otro tipo de insurrecciones sociales que se dieron por parte de jóvenes de los sectores medios, como lo fue la sublevación obrera y estudiantil de mayo de 1969, conocida como el “Cordobazo”.

A modo de sopesar la importancia fundamental de estos hechos, se hace imperioso el realizar un contraste acorde para lograr determinar lo significativo de un espacio vital para la comunidad en general, como lo es la universidad. La universidad como lugar de fomentación de ideas y progreso, en donde se haga eco de las demandas intelectuales para estimular un desarrollo sustentable de país, a modo de pie imprescindible para que la sociedad en su conjunto posea las herramientas necesarias para ello. Y todo esto dando espacio a la participación activa y amplia de aquellos que conforman este espacio, desde los estudiantes hasta los profesores y autoridades, y sobre todo, con una actitud de constante defensa a que pueda permitir que personas de todo nivel económico y social tengan la plena oportunidad de pertenecer, es decir, la defensa de una universidad pública y popular, lejos de los saldos negativos que dejó aquel modelo implantado por la fuerza, sobre todo el hecho de haber convertido en gran parte a la educación superior en un cierto privilegio para un recortado sector social, que en parte importante responde a intereses ajenos a los del conjunto de los habitantes latinoamericanos. En definitiva, en una actitud consecuente adherida a la idea de que el rol de la Universidad como ámbito de debate y progreso no debe estar desligado ni ajeno a la política como poder de cambio.

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